Por Rodolfo A. Rico

A lo mejor porque Fidel Castro estudió con los jesuítas, o porque la teología de la liberación fue tan influyente incluso en la izquierda más radical. Quizás porque existe la agenda latinoamericana del padre Casaldáliga con su martirologio latinoamericano como santo y seña de quiénes se consideran progresistas. O porque el Ché Guevara murió para convertirse en mito y en un santo al que le rezan en el lugar de su muerte. O al que ahora se le puede visitar en su mausoleo en Santa Ana, Cuba.

La izquierda latinoamericana no tiene arca de Noe, pero si tiene Granma. Un barco que al verlo uno no puede dejar de preguntarse: ¿Y en esto llegaron para hacer la revolución? Tiene también sus mandamientos en los libros de Martha Hornecker, en los breviarios del FCE, o en el humor según Rius.

El opio del pueblo en la religión ajena

En América Latina el materialismo histórico dialéctico no choca con la religiosidad. El opio del pueblo es siempre la religiosidad del otro, no la propia. Se peregrina a la Habana aunque últimamente también se hace el camino de Santiago, pero de León de Caracas y no de Compostela.

La izquierda latinoamericana está llena de predicadores, de Mesías. En los años 60 fueron el Ché y Fidel, en los 90 un subcomandante Marcos y entrado el siglo XXI un teniente coronel. La izquierda latinoamericana tiene, como no, sus apóstoles en personajes como Gabriel García Márquez, Eduardo Galeano, Hebe de Bonafini y unos cuantos más. Judas traicionó a Cristo, y al Ché Guevara lo traicionaron el Partido Comunista de Bolivia y los campesinos por los que pretendía luchar. Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano es un libro iniciático que bien podría ser la considerada la biblia de la izquierda latinoamericana, de cuyas páginas es imposible olvidar que con toda la plata que se robó Europa del Cerro Rico de Potosí se habría podido construir un puente que atravesara el océano Atlántico.

Fidel Castro pasó de ser el predicador de los años 60 al Papa de las nuevas revoluciones. La paz de los focos guerrilleros del continente sólo es posible con su intermediación. Tan pronto estuvo en libertad, el futuro presidente Chávez viajó a La Habana, donde fue recibido casi como un presidente y, como no, bendecido por Fidel para todo el continente. Y por supuesto, la izquierda latinoamericana también tiene su resurrección. Al tercer día (del golpe de Estado) Chávez regresó.

Un caldo de fé del que todos beben

Así pues, el liderazgo carismático, religioso, el acto de fe en Chávez del chavismo popular está sostenido en una larga historia que los devotos pueden o no conocer, pero que desde el poder sí se conoce y se amplifica con imágenes y en las maneras de construir su relato.

También la conexión religiosa del que fuera presidente se sostuvieron sobre las múltiples devociones preexistentes de los venezolanos: la devoción a advocaciones marianas como la Virgen del Valle, o la Virgen de la Chiquinqurá, pasando por el siervo de Dios, el médico José Gregorio Hernández, la india Marialionza, Negro Primero, el mismo Juan Vicente Gómez al que le prenden velas y, como no, a la ya famosa Corte Malandra.

Pero sin duda la verdadera religión nacional de la que hizo uso y abuso Chávez fue de la religión bolivariana. Simón Bolívar murió pobre, con ropa prestada, luego de haber peleado por  la libertad en casi toda América del Sur. Bolívar hizo de todo y lo hizo bien. Al menos eso es lo que nos cuentan de este súper hombre, como lo calificara J. A. Cova en su libro. Bolívar el que fue traicionado por venezolanos y colombianos en la construcción de ese sueño que se llamó Gran Colombia. Ese Bolívar que se ensalza en las sociedades bolivarianas escolares o en la Cátedra Bolivariana de bachillerato. Es Bolívar nuestro libertador, cuya épica quedó inconclusa, pendiente de que otros la concluyeran. Un Bolívar siempre glorificado, desde Páez, pasando por Guzmán Blanco hasta llegar a nuestros días con una logia militar que conocimos como el Movimiento Bolivariano 200 y luego al poder con Chávez.

De representar al pueblo a serlo

En 1998, Hugo Rafael Chávez Frías fue electo por primera vez. Elegido por los venezolanos, por el pueblo para que gobernara el país. En ese instante en que resultó electo Chávez se convirtió en el representante del pueblo. Un representante además que traía de nuevo al escenario político a la religión durmiente del bolivarianismo. De quién como miembro del ejército venezolano, “forjador de libertades”, Chávez se sentía representante. Con Chávez, los ideales de Bolívar regresaban al poder.

De representante del pueblo, el presidente fue convirtiéndose en su voz, reivindicaba en su discurso al pueblo y a lo popular que habían sido lentamente dejados de lado en los gobiernos previos a 1998. Chávez asume que la voz del pueblo es la voz de Dios y, por tanto, había que obedecerla. En el transcurso de estos años, y gracias a la propaganda, Chávez ha dejado de ser la voz del pueblo para consustanciarse con él llegando a decir que “el pueblo es Chávez y Chávez es el pueblo, sobre todo el corazón del pueblo”.

Chávez fue convirtiéndose lentamente, primero, en el redentor de la causa bolivariana, más tarde, en el redentor de la izquierda latinoamericana venida a menos luego de la caída del bloque soviético y la arremetida neoliberal en el mundo y, finalmente, redentor del pueblo en la tradición de los descamisados de Perón y Evita. Chávez, en el imaginario de muchos, es él mismo una santísima trinidad. Aunque no la nombren de ésta manera.

Por supuesto, Chávez no era Dios. Pero logró construir un relato de sí mismo que tiene en Venezuela sólidas bases en las que apoyarse. Y él, como político, las supo aprovechar. Su constante referencia a lo religioso, a lo bolivariano y al pueblo, son una clara expresión de esto. Chávez logró promover como culto una mezcla de radicalidad conservadora.

Su discurso es radical y épico, pero apela constantemente a lo religioso expresado de distintas maneras, al bolivarianismo que tenemos los venezolanos tan inculcado y a una idea simple de democracia como gobierno del pueblo, en la que se ajusta a sus particulares intereses el concepto de pueblo.

Para rematar, supo morir a tiempo, a tiempo para no ver el desastre que legó, pero también a tiempo para no padecer las consecuencias de la destrucción de su imagen. Al fin y al cabo, aunque de aquellas aguas vienen estos lodos, la gente habla del madurismo como responsable, más que del chavismo o del mismo Chávez.

Es mejor comprender de una vez que, incluso sin la presencia física de Chávez, la conexión del chavismo popular, izquierda y religiosidad llegó para quedarse. Habrá que convivir con ella, aún después de Nicolás Maduro o seguro para los chavistas de fe, a pesar de él.